La estética ontológica
está desgarrada. El pensamiento en torno al arte es incapaz de cuestionarse a
sí mismo y de advertir si el lenguaje que elabora para analizar el arte es posible. Desde los
presupuestos de dicha estética ontológica, el discurso sobre el arte resulta la
superficie del pensamiento sobre el ser. Cabría
preguntar, inicialmente, por qué la pregunta estética busca, en algún punto de
su orientación, definir la filosofía a partir de sus cuestionamientos con
respecto al arte.
Esto se relaciona con
la filosofía idealista y su afán por hacer del sujeto una categoría
trascendental que abandona la pregunta por el lenguaje y no concibe un espacio
autocrítico de reflexión. La filosofía se sumerge en la ambigüedad o se
suspende en su propia imposibilidad, ya que todo pensamiento llevado al extremo
se convierte.
El pensamiento llevado
hasta sus propios límites se enreda en múltiples tautologías e, incluso, en la
repetición de sí mismo. Si pensamos al arte como ser, si simbiotizamos los lenguajes y hacemos de la
paradoja un punto rector, el lenguaje teórico simplemente no se basta a sí
mismo: se convierte en un hueco amplio que obedece a intereses institucionales
o, simplemente, en un parloteo que murmura incansable y sucumbe ante el tiempo.
Colocar en el
concepto arte la
esencialidad del serimplica reducir los dos conceptos a la
opacidad. Si la filosofía es la pregunta por el ser, debe
preguntar únicamente por el ser o quizá deba preguntarse a sí
misma qué es lo que estudia y cómo debe hacerlo. En este sentido, en las
teorías de Gilles Deleuze y de Félix Guattari, la filosofía es definida como la
única disciplina que debe "crear conceptos".
Los intentos de una
ontología estética, particularmente los heideggerianos, encuentran múltiples
puntos de fuga, irradiaciones que despliegan la pregunta llevada a su extremo
último, paradojas insostenibles en el espacio teórico.1 Frente
a esta ontología, las teorías posmodernas de la escuela francesa (Deleuze,
Guattari, Barthes, Blanchot, Foucault, Derrida, etcétera) ,2 nos
conminan a pensar de manera rotunda en el fenómeno del arte en nuestra
contemporaneidad porque plantean, sobre todo, la imperante necesidad de
abordarse a sí mismas, es decir, de analizar cómo se construyen y cuál es el
objeto de su lenguaje y de sus discursos.
¿Por qué hay una
emergencia en torno al arte? Porque el arte sucumbe a la desaparición en su
afán extremoso por institucionalizarse, porque obedece a apreciaciones
culturalmente torcidas que deben analizarse con atención, y porque cada vez que
se piensa en el arte en términos generales y teóricos, se erige una barrera en
el pensamiento que sólo conduce a la repetición y a la decadencia de la escritura sobre el arte.
¿Tiene esto que ver con
la cuestión de cómo se produce el arte mismo? Tal vez, puesto que preguntarnos
y escribir sobre cierto tipo de
arte es un indicador importante para nuestro propio pensamiento.
Por consiguiente, más que pensar una disciplina a partir de otro fenómeno, lo
que intento demostrar es un juego de espejos, justamente, cómo esa disciplina
se refleja en el fenómeno del arte y viceversa.
Es lo que logró
Nietzsche con su crítica de la moral; es lo que hacen Deleuze y Guattari contra
el psicoanálisis y contra la estética idealista. Estas condiciones de
emergencia, en los diversos casos, obedecen no a un afán contestatario, sino a
una necesidad provocada e inducida por acontecimientos que producen una especie
de "malestar teórico".
En el caso de
Nietzsche, el cristianismo y la moral; en el caso de Deleuze y Guattari, la
incapacidad de la filosofía para crear conceptos. Dichos "malestares"
son una suerte de detonadores dentro del pensamiento. Su peligro consiste en su
capacidad de autoanulación: el que la estética de "la reproductibilidad
técnica" pierda su vigencia en nuestra actualidad, por ejemplo, aunque
tengamos una simpatía particular por las teorías de Benjamin (Benjamin, 2003).
De ahí, que las cuestiones que planteo aquí se
refieran a una serie de lenguajes en el campo del arte que son lo
suficientemente autocríticos para aniquilarse o preservarse y, por ello, la
reiterada atención en construir un espacio reflexivo que sea capaz de
desvanecerse de condenarse a sí mismo a la evanescencia, tal y como lo hace el
propio fenómeno que observa.
Esta condición
"perecedera" tanto del arte como del pensamiento es un aspecto digno
de abordarse ya que, desde el lado de la obra de arte, nos habla de las
condiciones perennes de los materiales con los que se construye y, del lado del
pensamiento, de la fugacidad de los presupuestos razonados. En un mundo en el
que todo está condenado a la destrucción —en su materialidad biológica, el
hombre se empeña en preservar el arte y sus esquemas conceptuales, incluyendo
en ellos, los culturales.
Estas expresiones
artísticas se sustraen del discurso institucional, pues a diferencia del arte
abstracto, por ejemplo, no conceptualizan un discurso alrededor de ellas, es
decir, aún no existen en forma de paráfrasis sobre sí mismas. Solamente se
autocrean y anulan y, hasta el momento, no han necesitado una serie de apoyos
institucionales que las expliquen como "pertinentes" o
"valiosas"; patrimonio indispensable de nuestras sociedades.
Es así como la
filosofía creadora de conceptos dice: "soy arte", "soy
lenguaje", cuando en sí misma, en su propia forma discursiva al mismo
tiempo se cuestiona.