La pasión por la realidad

Si se observan las prácticas artísticas contemporáneas –prefiero no citar nombres porque cualquier nómina de artistas sería ridícula e incompleta–, la emergencia del documentalismo, la acción política, las estéticas relacionales, la atención al contexto específico, en definitiva, el alejamiento de la ilusión, podríamos afirmar sin ningún tipo de complejos que nos encontramos en la era de un art-verité. 

Un arte de la realidad que pretende alejarse del mundo del arte para acercarse al mundo real, al espectador real, un arte de la vida cotidiana que se eleva sobre el mandato de la experiencia y el acercamiento a las cosas mismas. Un arte realmente que, si volvemos a la concepción benjaminiana del aura como aquello que alejaba lo cercano, deberíamos calificar de «postaurático» en todo su sentido. El fin de la representación, del alejamiento; el inicio de una nueva era de lo cercano, la era de la presencia real. 





Un momento que contrastaría con el pretendido fin de la realidad predicado por las estéticas posmodernas.
Observa Paul Ardenne ( Contemporary Practices: Art As Experiencie , París, Dis-Voir, 2001) que el artista de hoy ya no siente la necesidad de crear mundos, revertiendo la célebre definición del arte de Nelson Goodman como «maneras de hacer mundos».

 Las prácticas contemporáneas que juegan con esta pasión por la realidad se alejan del idealismo artístico y atienden al mundo como algo ya creado sobre lo que es necesario actuar, intervenir y observar. En este sentido cabría entender la idea de postproducción , enunciada recientemente por Nicolas Bourriaud ( Postproducción.Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2004), según la cual todo está dado ya de antemano y al artista queda la tarea de manipularlo, en un trabajo a medio camino entre el de disc-jockey y el de artista del ready-made.


Si la teoría del arte de lo Real parece haber tenido una mayor repercusión en Norteamérica, esta pasión por la realidad parece propia del contexto europeo y, por contaminación, del latinoamericano, tanto en la práctica como en la crítica. Seguramente la mejor aproximación hasta el momento es la realizada por Paul Ardenne, quien ha definido esta mirada a la realidad y la experiencia real del arte contemporáneo bajo el término de «arte contextual» ( Un arte contextual . Murcia, Cendeac, 2006): una serie de estrategias, prácticas y experiencias artísticas alejadas de la lógica tradicional de la obra de arte (fuera del museo, de la mercancía, del idealismo, de la creación individual...) que, desde finales de los años cincuenta y hasta la actualidad –si bien los orígenes se rastrean en el realismo de Courbet–, pretenden acercar lo máximo posible el arte a la realidad bruta, situándose respecto a ella en situación de acción, interacción y participación.


El artista contextual borra la línea que lo separa del público e interactúa con éste, convirtiéndose en un actor social implicado, creando en colectividad y subvirtiendo, por tanto, la concepción de artista individual. A diferencia de dicho artista, el contextual no se sitúa fuera de la realidad para mostrarla a los demás, sino in media res, en medio de ella, viviéndola, experimentándola. Por eso, quizá la palabra maestra de esta pasión por la realidad sea «copresencia» –habitar con la realidad–, pero también «actuar pareil et autrement », es decir, con la realidad, dentro de ella, como un ser entre las cosas, pero de una manera distinta a la cotidiana, para enseñar, mostrar y, sobre todo, experimentarotras formas de relación con el contexto.

 Un contexto que, aunque tiene como lugar esencial la ciudad, cronotipo mitológico de la contemporaneidad, también cabe encontrarlo en el paisaje, en la red… en el espacio público o socialmente significativo, que el artista trabaja alejándose siempre de la ilustración o el decorativismo para quedarse con su aspecto vivencial, haciéndose con él en el sentido entendido por Michel de Certeau al hablar de práctica del espacio.



La pasión por lo Real

En El retorno de lo real (Madrid, Akal, 2001), Hal Foster utilizó la noción lacaniana de «lo Real» para codificar una serie de preocupaciones comunes en el arte, especialmente americano, de los años noventa. Desde entonces el concepto se ha convertido en un término maestro de la crítica de arte –en ocasiones, un significante vacío– utilizado para analizar y examinar un tipo específico de arte que trabaja con el trauma, lo obsceno y la abyección. Partiendo de una lectura traumática del Pop Art, en especial de Warhol, Foster agrupó toda una faz del arte contemporáneo, ejemplificada en artistas como Cindy Sherman, Kiki Smith, Andres Serrano, Robert Gober, Paul McCarthy o Mike Kelley, bajo la idea de un «realismo traumático» que opera «desde lo real entendido como efecto de la representación a lo real como un evento del trauma».



Cuando Foster se refiere a lo Real, lo hace en el sentido que el término tiene para Jacques Lacan. Aunque es de sobra conocido, nunca está de más volver sobre el lugar que el concepto ocupa en el pensador francés. Para Lacan, existen tres registros o dimensiones – dit-mansions– del sujeto: lo Imaginario, lo Simbólico y lo Real. Tres estadios o registros sincrónicos y en constante relación, pero también diacrónicos –Real, Imaginario, Simbólico–, tanto en la configuración del sujeto como en la propia enseñanza de Lacan –y no en el mismo orden. A partir de los años sesenta, Lacan comienza a dejar de lado el pensamiento estructural y la atención a lo Simbólico para centrarse en el estudio de lo Real como lo imposible del sujeto, la dimensión inalcanzable de éste. 

Lo Simbólico era el reino del lenguaje, de la ley en tanto que Nombre-del-Padre, lo Real será lo que escapa a la significación, lo que está más allá de la ley, antes de que el sujeto se cree como tal. Lo Real será la prehistoria del sujeto y también aquello a lo que éste tienda. Como señala Massimo Recalcati ( Il vuoto e il resto. Il problema del Reale in Lacan , Milán, CUEM, 2001), no hay una teoría lacaniana de lo Real, porque lo Real excede a cualquier teorización; es el punto ciego del lenguaje, la barra que divide al sujeto en dos, el antagonismo esencial que hace que siempre seamos dos en lugar de Uno.