Una exposición retrospectiva en cierto modo pudiera
interpretarse como un espacio de violencia, un tiempo de excepción al que es arrojado
el artista, extraído de la experiencia cotidiana que conlleva su trabajo e
investigación en tanto modo de producción en el que se conjugan temporalidades
que desembocan en el presente, aquí y ahora.
El peso histórico de este formato expositivo que tradicionalmente
se ha encargado de crear taxonomías, fórmulas didácticas y modos de exhibición
inteligibles y ordenados de un cuerpo de obras determinado perteneciente a un
creador, obviamente se emparenta y tiene una deuda con el trasfondo
historiográfico de las narraciones sobre la vida de los artistas, género
biográfico que tomó fuerza con el Renacimiento y que ha sido un comodín dúctil
en los ejercicios de exégesis de una disciplina como la Historia del Arte.
Paradójicamente, la retrospectiva como “género” curatorial
no ha evolucionado demasiado y sigue apegada, en muchas ocasiones, a una serie
de convenciones museográficas que no terminan por solucionar la arbitrariedad
de los cortes diacrónicos que este tipo de exposiciones hacen en el trabajo de
un artista.
Destinada desde el principio a extinguirse dejando una carga
de profundidad de efectos mucho más trascendentes que unas camisas
sobredimensionadas o unos cuantos imperdibles. Además de una música que,
espídica cómo podía ser, tardaría algo en ser verdaderamente innovadora de una nueva actitud.
Para Johnny Rotten, la aparición de David Bowie en el Tops
of the Pops en 1971 demostró a una generación que cualquier cosa era posible.